10/18/2007

La sonrisa de Elliot


Tan pronto como posó sus ojos sobre los de él supo que lo amaría por el resto de la vida. Estaba sentado en el piso con las piernas cruzadas. Si hubiese pasado rápido por el boulevard lo más probable es que no lo hubiese visto. Entre los cientos de buhoneros que vendían pantaletas, interiores, bisutería, franelas y juguetes se encontraba él. Su piel era morena, su cara alargada con una barba perfectamente delineada, una franela blanca y unos pescadores de mezclilla. Frente a él había un cartel en el que se podía leer: “Poemas de amor. 10.000,00 Bs.”
-Eso es trampa
Fueron las primeras palabras que atinó a decir. Unos segundos antes hubiera pensado que nunca se atrevería a cruzar una sola palabra con él. Las personas que a uno le gustan suspenden las capacidades básicas como el habla. Pero por suerte en este caso no hizo falta pensar en qué decir. El comentario salió de manera muy natural por la impresión que le había hecho pensar en lo absurdo de que alguien cobrase por un poema de amor que se suponía tenía la intención de servir como regalo a la persona amada.
Como única respuesta obtuvo una sonrisa. Pero claro, cuando se habla de sonrisa uno podría pensar que se trataba de una de tantas. No era así. Nunca había visto a nadie sonreír con tanta amplitud y generosidad. Nunca había sentido una sonrisa así. Porque esta era una de esas sonrisas que no se ven, sino que al igual que las caricias se sienten.
-¿A qué se refiere?
-A los poemas de amor.
-¿Los poemas de amor son trampa?
-No, trampa es que tú le escribas los poemas de amor a los demás.
-¿Por qué?
-Pues porque se supone que la poesía es algo que sale de dentro. Y esa persona a quien se la escribes supone a su vez que lo que se dice en la poesía es acerca de ella. Y se supone que un poema de amor es un asunto íntimo entre dos.
-Muchas suposiciones, ¿no te parece?
De nuevo la sonrisa. De nuevo esos segundos donde queda todo suspendido. De nuevo ese sentir como si algo que ves también te toca. Pero es más bien puro efecto. Es como la caricia pero sin la caricia. Solo queda esa emoción y erizamiento que ella produce. Unos segundos. No sabe qué responder. No es común que se quede sin palabras. Siempre se puede confiar en su elocuencia. Nunca le había pasado antes. De repente, al igual que antes, las palabras surgen solas.
-Supongo que sí.
De nuevo, la sonrisa.
De nuevo, unos segundos de incómodo silencio. Pareciera que la perfecta simetría de las conversaciones se hubiese roto y le tocase el turno de hablar. Al menos eso parecía decir la cara del personaje sentado en el suelo con las piernas cruzadas con esa sonrisa y esa cara que delataba expectación.
-¿Cómo te llamas? – Atinó finalmente a decir, dándose cuenta de que a falta de una conversación más profunda las presentaciones eran el perfecto tema de conversación en una ciudad del trópico donde no se podía usar el comodín de “bonito día, ¿verdad?”
-Elliot.
-Tú no eres de aquí, Hablas como cantante de reaggetón -dijo, antes de poder darse cuenta de que el comentario podría haber sido tomado como un insulto. Pero ahora, al placer de la sonrisa al que comenzaba a acostumbrarse, se unía el alivio de que esta parecía decir que no lo había ofendido.
-Soy de Puerto Rico.
-¿Y cómo terminaste en Caracas?
-Por amor.
-Por supuesto. ¿Qué más te podría haber traído a Caracas? ¿Y ese amor sigue en tu vida?
-No.
Ya no había sonrisa. Su facilidad de leer a las personas le decía que había tocado un tema tabú. Parecía otra persona.
-¿Y siempre has sido poeta? –Sabía que siempre se podía confiar en la vanidad de los escritores. Cuando se está frente a un escritor y no se sabe qué decir, lo mejor es preguntarle sobre él o sobre su obra. “Dejemos de hablar de mí y hablemos de mi obra”, recuerda haber oído una vez en una película. Detrás de esa frase se escondía la mayor de las verdades. El escritor es un vanidoso que debe ocultar su vanidad. Recordaba la anécdota de un hombre que fue a visitar a Víctor Hugo, quien había decidido apartarse de la sociedad para “vivir como un campesino”, y cuando ya se acercaba a su casa le preguntó a un vecino si era probable que cuando llegase, el Maestro estuviese sembrando u ordeñando una vaca; a lo que el vecino respondió: “Si sabe que usted viene, lo más probable es que sí”.
La sonrisa de Elliot le dijo que no se había equivocado. De nuevo resplandecía en su cara y de nuevo el tiempo pareció detenerse. Ahora era él quien parecía haberse quedado sin palabras. Después de unos segundos, le respondió:
-Siempre. No recuerdo un momento en el que no hubiese sentido esta necesidad que me quema por dentro de expresar lo que siento. El único problema es que no tenía las herramientas para expresarlo, por lo que siempre fui un joven rebelde. Esa pasión que me quemaba y que no tenía manera de salir de mí me convertía en una persona amargada y crónicamente frustrada. Era como tener la certeza de que tienes una misión y a la par saber que no puedes cumplirla. Pronto me convertí en un estorbo en mi casa y es ahí cuando decidí irme a vivir a Nueva York. Pensaba que desde la soledad se haría más llevadero eso que sentía.
-¿Y fue así?
-No y sí. No se hizo más llevadero, pero un día compré un libro de poesías de Cernuda y fue ahí cuando descubrí que mi destino era ser poeta. Comencé a escribir poemas el mismo día que leí ese primer libro. Al principio no eran sino copias malas del mismo Cernuda, pero poco a poco he ido descubriéndome. No digo que sea el mejor poeta del mundo, pero por lo menos he logrado que eso que llevaba por dentro saliese de mí. Creo que puedo decir que he exorcizado mis demonios. Han salido de mí, y ahora atormentan a otros.
La sonrisa se convirtió en risa. La modestia vanidosa del escritor que pareciese que tiene la obligación de menospreciar su obra. Esos ojos que le habían dado la certeza de amor eterno ahora estaban encendidos y le invitaban a unirse en esa risa absurda.
Decidió que era más prudente no preguntar acerca de las circunstancias de su viaje a Caracas. Cuando se preguntaba si la conversación había terminado y si ese amor eterno se convertiría en un asunto de uno, él rompió el silencio.
-Y sigue hablándome de eso que dices acerca de que es absurdo que venda poemas de amor.
-Bueno, solo decía que no le veo mucho sentido a que alguien regale unos poemas que no escribió.
-Una vez le escuché a un escritor que los poemas no son de quien los escribe, sino de quien los necesita.
Esta frase le hizo recordar su infancia. En su casa, escondido detrás de muchos oros libros, había un gran tomo de color verde en cuya portada se podía leer “Poesía Universal”. Cada cumpleaños, Día de la Madre, Navidad o cualquier otra ocasión que lo mereciese sacaba el libro de un cajón donde había decidido esconderlo para ocultar su crimen y con una letra de colegio privado transcribía el poema que más se adecuaba a la ocasión. Gracias a la ignorancia de la mayoría de los miembros de su familia había logrado alcanzar la gloria literaria en el pequeño círculo que componían sus padres y tíos. Este sistemático engaño había logrado que todos pensasen que se dedicaría a la escritura. Pero no fue así. Un día dejó de escribir poemas y todos pensaron que las dotes literarias habían desaparecido con la pubertad, pero en realidad el que había desaparecido era el libro en una mudanza. “Los poemas no son de quien los escribe, sino de quien los necesita”, repitió para sí.
-¿En qué piensas?
-En nada. Solo recordaba.
-¿Por qué no lo pruebas?
-¿Qué cosa?
-Pues a que te escriba un poema para tu amor. Solo tienes que contarme las circunstancias de ese amor y yo te escribo el poema. Son solo diez mil bolívares. Bueno, a menos que no tengas a quien darle el poema. ¿No amas a nadie?
-Sí –respondió sin dudarlo un segundo.
Elliot sacó un cuaderno y un lápiz y se dispuso a escribir en él.
-Ok. Cuéntame acerca de esa persona.
Le contó todo. Le contó que lo había conocido en la calle. Que tan pronto como lo había visto había tenido la certeza de que lo amaría por siempre. Le contó acerca de sus ojos y acerca de su barba y acerca de su cara alargada. De cómo ese amor estaba destinado a ser no correspondido. Pero sobre todo le contó de su sonrisa. De cómo el tiempo se detenía cada vez que esa sonrisa aparecía. De cómo nunca había visto algo parecido. Que su facilidad con las palabras era inútil ante esa sonrisa.
Elliot terminó de escribir en el cuaderno y le dijo que pasase una hora después. Le pagó por adelantado. Se fue a dar un paseo. Tomó un café. Fumó uno y mil cigarrillos. Vio ropa en las vidrieras. Después de una hora regresó.
No estaba allí. Pensó que se había equivocado de lugar, pero era imposible saberlo pues en el caos de los buhoneros es difícil ubicarse. Después de unos minutos decidió que lo mejor era irse. Comenzaba a oscurecer y el boulevard no era un lugar seguro. Cuando ya se alejaba, un niño sucio y descalzo se acercó y le preguntó.
-¿Es usted la persona del poema?
-¿Perdón?
-Ah pues, que si es usted la persona que encargó un poema.
-Sí, soy yo.
-Tome.
En sus manos estaba un sobre blanco. Lo tomó, le dio algo al niño y miró su alrededor. ¿Habría tenido que irse? ¿Por qué no se lo había dado en persona? No sabía si abrir el sobre o no. Después de todo lo había pagado. Y si los poemas eran de quien los necesitaba, era sin duda suyo. Sacó el papel, lo desdobló y comenzó a leer:
“La sonrisa de Elliot
por Elliot…”
De sus ojos salió un lágrima. Siguió leyendo.

Caracas, 2007.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

"Las personas que a uno le gustan suspenden las capacidades básicas como el habla".
O lo contrario... Lo cierto es que casi todos llevamos una Wendy y una Campanita por dentro, y frente al mismo Peter Pan somos capaces de hablar sin parar unas veces y de no pronunciar palabra otras...
Disfruté tu cuento, gracias!

Jose Urriola dijo...

Arturo,
me gustó muchísimo este relato. Huele a nostalgia, huele a verdad. Mosca por allí mira que los Chang te andan buscando para el próximo negocio. No te conviene, por tu propio bien, despreciar la invitación. Cumplo con advertirte. A ver cuándo cuadramos ese café. Un abrazo.