Quisiera hacer una
especie de recuento del viaje que ha hecho la violencia en el cine de Tarantino
explicando cómo esta va de la violencia real ultraviolenta a una hiperviolencia
o violencia hiperreal. Para explicar esto, usaré un concepto cuyo origen
buscaremos en un texto de cuatro siglos antes de Cristo y que luego rastrearemos
en el siglo XX. Este concepto es el de simulacro. Pero empecemos por el
comienzo: El Gorgias.
El Gorgias es un diálogo escrito por Platón
y cuyo tema es la retórica. Con su acostumbrada ironía y sagacidad Sócrates
marea con sus preguntas a los interlocutores (Polo, Gorgias y Calicles) para
averiguar cuál es la naturaleza de la retórica. Quiere saber qué arte (techne) es esta y como Polo parece no entender la pregunta, Sócrates le
da un ejemplo: “si fuera fabricante de sandalias, te contestaría seguramente
que es zapatero”.
Debido a que
nadie puede responder la pregunta o que ninguna respuesta satisface a Sócrates,
los interlocutores le piden que responda él mismo a la pregunta sobre qué arte
sea la retórica. La respuesta de Sócrates es contundente: la retórica no es un
arte, sino una parte de algo a lo que llama adulación (kolakeias). Nos dice Sócrates respecto a la retórica que “es una
cierta profesión, ajena al arte, pero que supone un espíritu perspicaz,
valeroso y apto por naturaleza para tratar con la gente. A su esencia la
denomino yo adulación” (463ª).
Mientras que las artes (technai) buscan lo verdadero y lo bueno, la adulación (kolakeias) se convierte en un simulacro (eidolon) que solo busca el agrado de
aquel a quien va dirigido. Por un lado tenemos a las artes: el médico quiere tu
salud (aún a pesar de que las medicinas no sepan bien) y el político se supone
que quiere el bienestar de todos (aún a pesar de que sus políticas públicas no agraden
a los ciudadanos). Por otro lado, tenemos las adulaciones como la culinaria
(que es la adulación de la medicina y cuyo único objetivo es agradar el paladar)
o la retórica (que es la adulación de la política y cuyo único objetivo es
agradar los espíritus). Estas solo quieren adular sin importar la verdad o el
bien.
Pero para que
efectivamente la adulación sea exitosa es necesario que el sujeto que se
complace sienta que su compromiso sigue siendo con la verdad y no con su mero
agrado. Si consumo un delicioso puré de papas pero tengo la certeza de que su
altísimo contenido graso me hace daño, el agrado se dificulta. Es por eso que,
como dijimos antes, la adulación se convierte en el simulacro del arte
respectivo e intenta hacerse pasar por él.
Los simulacros
(eidola) toman el lugar de lo que
busca la verdad, lo sustituyen, se hacen pasar por él, lo simulan adaptándose
al gusto de la persona a quien está dirigido y convirtiendo así en inútil aquello
que simula. Como afirma González Lodge en su comentario al Gorgias, la adulación (kolakeias)
incluye todo aquello cuyo objetivo es “lo agradable en vez de lo bueno”.
Esto es
precisamente lo que venimos diciendo de Quentin Tarantino desde el comienzo de
este libro: lo que busca este director es adularnos, lograr nuestro agrado con
algo que hasta hace poco no podía ser disfrutado: la violencia. Para lograr ese
agrado es que Tarantino desarrolla su peculiar manera de representar la
violencia. Pero a la vez, el director no quiere perder lo emocionante y
excitante de ella, por lo que desarrolla una violencia hiperbólica que agrada.
Jean
Baudrillard usó la palabra “simulacro” para definir nuestra relación con la
realidad. En 1981 Baudrillard publica Cultura
y Simulacros, tratado que además de su merecida fama como texto teórico, fue
inmortalizado en la película The Matrix
(Wachowski, 1999) pues Neo esconde el software
y su dinero en un ejemplar de este libro.
En el primer
ensayo que compone ese texto, titulado “La precesión de los simulacros”
Baudrillard es bastante radical a la hora de plantear su teoría. La realidad,
según él, ha sido suplantada por simulacros. Las imágenes y símbolos se han rebelado
y han tomado el lugar de aquello a lo cual representaban. Como dice el propio
Baudrillard:
No se trata ya de imitación ni de reiteración, incluso
ni de parodia, sino de una suplantación de lo real por los signos de lo real,
es decir, de una operación de disuasión de todo proceso real por su doble
operativo.
Este
simulacro, que se desvincula de lo real y pretende sustituirlo, es a lo que
llamamos hiperreal. Eco lo explica así: “El signo aspira a ser la cosa y a
abolir la diferencia de la remisión, el mecanismo de la sustitución. No la
imagen de la cosa, sino su calco, o bien su doble.”
Sin ser tan
radical como Baudrillard, creo que el concepto de hiperrealidad sirve para
entender mejor el cine de Quentin Tarantino. Como ya hemos dicho, para poder
complacer a la audiencia y convertir a la violencia en una experiencia
placentera, debemos alejar la representación de la violencia real para así
evitar conexiones cuyas consecuencias morales evitarían nuestro placer. En este
movimiento la representación va adquiriendo autonomía y es así como la
violencia se convierte en hiperreal.
Para conseguir
el agrado del espectador es que Tarantino se embarca en un viaje. Si tuviésemos
que aclarar el itinerario de este viaje, podríamos decir que esta ha ido desde
la tímida Reservoir Dogs o Pulp Fiction, en las que la desconexión
con la realidad viene dada tan solo por sus consecuencias en los personajes
pero no en el aspecto visual (de ahí la necesidad que siente Tarantino de
alejar la cámara cuando Mr. Orange corta la oreja del policía), pasando por Jackie Brown, que parece ser una película de transición a un nuevo
cine: el cine de la violencia hiperreal que abandona por completo la realidad
para luego sustituirla como representación real de la violencia que solo busca
el agrado del espectador. La violencia hiperreal usurpará el lugar de la
violencia real.
Pero lo
hiperreal no es mera suplantación de la realidad, sino a la vez exageración de
ella. Disneyland, el ejemplo favorito de Eco, o Las Vegas no son simplemente mundos
que pretenden suplantar a lo real, sino que además lo exageran y lo convierten
en algo que está en un peldaño superior al de la realidad. Disneyland, por
ejemplo, es una representación exagerada de la bondad infantil (no hay
crímenes, todo es nuevo, todos somos felices) y Las Vegas es la exageración del
vicio (“Lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas”). De esa misma manera,
el cine no se conforma con representar a la violencia real, sino que quiere
exagerarla y sustituirla con una versión exagerada.
El cine, por
su propia manera de ser exhibido, tiende a lo espectacular. La imagen se
proyecta en una pantalla con proporciones que pueden ir de dos, tres y hasta
veinte veces el tamaño real de la cosa representada. Si bien el cine también se
ha alejado de lo espectacular (como por ejemplo en el neorrealismo italiano),
esta ha sido la excepción. De la mano de los técnicos especialistas, se han
inventado más y mejores maneras de proyectar la imagen para lograr esa
espectacularidad. Cinemascope, 70mm o 3-D son algunos de los inventos que se
han desarrollado para mejorar las posibilidades de espectacularidad en el cine.
De hecho, pudiéramos decir que una de las cosas que caracteriza (y según Leo
Charney es su causa) al cine es la tensión entre el elemento efectista de lo
espectacular y su intención de contar una historia. “El cine narrativo surgió
en la confluencia de dos caminos que parecen incompatibles: la tradición de las
atracciones de discretas sensaciones violentas y la tradición clásica de una
narración linear de causa y efecto”.
Eco describe
la exageración como elemento de la hiperrealidad haciendo referencia al “more”
(más) utilizado en los Estados Unidos para reflejar la abundancia. Como
indicador de que un objeto es deseado, la empresa que lo fabrica promete al
cliente que le dará más. Usando el “more to come” (aún hay más), Eco describe
el estado de bienestar entendido como tener “más de lo que estamos habituados a
tener, más de lo que jamás podríamos tener, que habrá hasta para tirar”.
Una vez que la
violencia real entra al juego del arte, pierde su status de superioridad con
respecto a las imágenes que la representan. Es una más, y como tal se encuentra
a la merced de las preferencias de consumo de los espectadores. Lo que quiero
decir con esto es que dejamos de tener imágenes reales de violencia real (los
noticieros o documentales) contrapuestas a imágenes falsas de violencia falsa
(la violencia tal como era representada en el cine hasta 1967) y nos quedamos
únicamente con la hiperviolencia.
Ya hemos
hablado de cómo la cobertura que los noticieros hicieron de la Guerra de
Vietnam, apresuró la evolución artística del hecho violento y causó un cambio
en la manera de ser representada. Esto, trajo como consecuencia que el cine
tendió a representaciones más “reales” de la violencia, es decir, la gente en
las películas se moría tal como se moría en la realidad. A esta violencia se le
da el nombre de la ultraviolencia (que es el estilo que utiliza Tarantino en
sus dos primeros largometrajes).
Así como la
audiencia norteamericana, al sentirse estafada por las representaciones
ridículamente falsas de la violencia antes de 1967, exigió algo más; hoy en día
estamos presenciando un nuevo cambio, pero en este caso no es la imagen
violenta la que ha dejado de complacernos sino la realidad misma tal como es
transmitida por los medios.
Desde Kill Bill, Quentin Tarantino produce
obras de arte para el decepcionado que vaga sin rumbo por el “desierto de lo
real” (por usar una expresión del propio Baudrillard). Hace cine para aquel que quiere ser complacido
sin tener en consideración la realidad (es decir, adulación en todo el sentido
de la palabra). El público de Tarantino es aquel que no ve en Neo, sino en
Cypher, el héroe de The Matrix pues
es este el que se da cuenta de que aunque no sea real, el mundo que creó para
nosotros la matriz es mejor que el real.
Abandonamos la
ultraviolencia, que sigue estando aún obsesionada con lo real, y optamos por la
hiperviolencia que sustituye a la violencia real y deja de referirse a ella.
Quien critica
la violencia en las películas de Tarantino porque la considera demasiado real, no hace sino caer en la trampa del objeto hiperreal. Tarantino
maquilla la violencia para alejarla de la realidad, pero en vez de alejarla
disminuyendo su impacto visual (que es lo que tradicionalmente ha hecho
Hollywood), la aleja aumentando su impacto visual, exagerándola. Pareciera que
el espectador, acostumbrado a esa versión edulcorada de la violencia, se da
cuenta de lo que lo que le hace falta a estas representaciones es ser más
explícitas, más largas, más sangrientas (en resumen, “more”) sin darse cuenta
de que esta tendencia no se detendría. Llegar a representaciones más reales de
la violencia no significó que los directores se sintieron satisfechos.
Siguieron agregando más y más.
Un buen
ejemplo de esto es el análisis que hace Stephen Prince de la película The Passion of the Christ (Mel Gibson, 2004)
en el que nos dice que “críticos y espectadores percibieron el tratamiento de
la violencia que hace el film como riguroso y objetivo”, cuando en realidad si lo comparamos con la descripción que hace
la Biblia podemos percatarnos de que hace un exagerado énfasis en el dolor y la
violencia infligidos a Jesús.
La manera en
la que la violencia o ultraviolencia se convierte en hiperviolencia tiene dos
mecanismos: el de la exageración y el de la declinación de la violencia. Del
primero ya hemos hablado un poco y para explicar el segundo, usaremos como
ejemplo la película Death Proof.
La escena más
violenta de esta película es la muerte de las cuatro chicas de la primera
parte. En lo que parece ser una versión automotriz del mexican standoff al que Tarantino es tan aficionado, el carro de
Stuntman Mike se enfrenta al de las chicas y colisiona con ellas de frente. La
muerte de cada una de ellas es vista por separado en escenas ralentizadas que
le permiten al director usar una de las modalidades de sustitución de la
realidad por la hiperrealidad que Baudrillard, en un texto de 1976, llama “el
vértigo de simulación realística”, descrito por el filósofo francés como “la
deconstrucción de lo real en sus detalles –declinación paradigmatica cerrada
del objeto- aplanamiento, linealidad y serialidad de los objetos parciales”.
Al mostrarnos
la muerte cada una de ellas por separado, vemos el mismo hecho violento
repetido cuatro veces. Tarantino declina la violencia al mostrárnosla
fragmentada para nuestro atento análisis. Este proceso desnaturaliza el acto
violento y haciendo uso del recurso de la exageración, lo inflama hasta
convertirlo en algo distinto de la realidad que a la vez pretende suplantarla.
Tal como dice Jane Gaines:
El increíble poder del efecto mimético está basado en
una relación entre aquello que es representado y su representación, en la que la
efigie o “copia” llega a tener los mismos poderes que el original y, además,
llega a tener poder sobre el original… La copia puede ser vista como más
poderosa que aquello que representa (su referente) porque deriva su poder de
ella sin llegar a serlo.
Si algo ha
caracterizado las imágenes de la violencia que pretenden un efecto estético es
el hecho de que para lograr ese efecto, se desnaturalizan. De los mecanismos desnaturalizadores
para estetizar la violencia el más usado ha sido el inaugurado por Akira
Kurosawa (Siete Samurais, 1954)
cuando empezó a ralentizar las escenas violentas. Esto a su vez inspiró a
Arthur Penn quien usó ese sistema en Bonnie
and Clyde. “Lo que hizo Kurosawa fue ralentizar la imagen cada vez que
había un asesinato. Yo pensé que se podría hacer algo más interesante, que era
cambiar las velocidades y entonces, a través del montaje, crear una especie de
efecto baletístico”. Tarantino lleva la ralentización un paso más allá, pues tal como
indica Baudrillard la desnaturalización no viene dada por ver la escena
violenta lentamente, sino que la vamos a “declinar” y separar en sus
componentes.
Pero no nos
confundamos, pues a pesar de que esta reflexión se refiere tan solo a un
director, el asunto que tratamos es esencial para el cine y, de hecho,
pudiéramos hacer una división de los teóricos del cine en quienes defienden que
este debe expresar la realidad y no tan solo lo verosímil (Hugo Munsterbeg y André Bazin serían los máximos representantes de quienes apoyan esta posición),
y del otro lado quienes defienden que representar lo ya existente es absurdo y
hasta nauseabundo (tal como afirma Roland Barthes).
Por el lado de
los realistas, el argumento es que el cine está ahí para ser un espejo de la
realidad. La prueba de ello, nos dirá Bazin, es que a medida que el público va
conociendo el cine y sus mecanismos deja de sentirse complacido con una mera
verosimilitud que se parece a la realidad (lo que él llama realismo) y en
cambio, exige imágenes cada vez más reales (realidad). El público, afirma
Bazin, no quiere realismo, sino realidad, pero el cine se ha movido en
dirección contraria. “La verosimilitud ha tomado poco a poco el lugar de la
verdad, la realidad se ha disuelto lentamente en realismo”. El caso de la violencia en el cine es paradigmático, pues
muestra con claridad que a medida que el público se hace “experto” lector de
este medio, empieza a exigir que las representaciones de la violencia sean más
reales.
Por el otro
lado, tenemos a Roland Barthes quien sostiene que la mimesis (el hecho de
imitar) “produce un sentimiento nauseabundo, una cierta nausea que viene de la
reproducción conservadora de signos ya existentes. Para el sin duda anti
representacional Barthes, cualquier imitación del mundo exterior, cualquier práctica
estética basada en la referencia y la repetición, más que en el libre juego de
signos, es inadecuada”. El artista debe ir más allá y crear signos independientes que si
bien pueden o no tener sus raíces en la realidad, deben tener vida propia.
Al igual que
Barthes, Tarantino considera que la realidad no es el propósito del cine, sino
todo lo contrario y esto es especialmente cierto cuando el cine representa
hechos violentos. Por razones que hemos explicado, violencia real que parece
real y se siente real se convierte en un objeto imposible de disfrutar. Por sus
terribles consecuencias se hace necesario alejarla de la realidad para
convertirla así en producto consumible y eso es lo que hace Tarantino
convirtiéndola en una versión inflamada de la realidad que nos permite
abandonarnos en el placer de la violencia.
Ahora bien, todo lo que hemos dicho hasta el
momento pareciera presentar un problema. Si decimos que es necesario saber que
la violencia es irreal para poder disfrutarla, ¿qué ocurre cuando afirmamos que
las imágenes a las que nos referimos sustituyen a la realidad? ¿Acaso no pasa
entonces la ficción a convertirse en realidad previniendo así el disfrute? La
respuesta corta a esta pregunta es no, pero veamos por qué.
Cuando decimos que lo hiperreal sustituye a
lo real, no estamos queriendo decir que se convierte él en lo real, sino que
pasa a ocupar su puesto. Quien va a Disneylandia o a Las Vegas sabe
perfectamente que todo lo que ve es falso, pero aún así entra en ese juego en
el que se convierte de habitante de ese mundo creado para él. Ahora vive en esa
hiperrealidad que suplantó a la realidad, pero eso no significa que las
confunda. Pero demos un ejemplo concreto.
En un país particularmente violento como
Venezuela (tiene uno de los más altos índices de homicidios del mundo y las
armas son muy comunes) podemos ver como muchas personas se fotografían en las
redes sociales sosteniendo armas tal como ven que ocurre en las películas
(poniendo la mano de lado por ejemplo) sin preocuparse de si esa es la manera
correcta de sostenerla.
En estos casos lo que la persona imita tan
solo lo estético de la violencia. Usando términos de cine, pudiéramos decir que
hacen la puesta en escena del hecho violento tal como lo ven en las películas.
Pero de ahí a decir que el acto violento en sí fue inspirado por las películas
que la persona ha visto, me parece hacer decir a los datos cosas que ellos no
dicen. Y esto entonces plantea un segundo problema, ¿esto que acabamos de decir
no es prueba de que la violencia hiperreal tiene consecuencias en la violencia
real?
Parece absurdo endilgarle al cine o a la
televisión parte de esa responsabilidad cuando en un mundo globalizado lo que
vemos en Venezuela y lo que ven en Costa Rica o Perú es más o menos lo mismo.
¿No significaría eso que si hay una relación causal todos los países deberían
tener índices similares de violencia? ¿Acaso los violentos ven películas
distintas de los pacíficos? ¿Acaso pudiéramos decir que si en Venezuela no
hubiese violencia en los medios, tampoco estaría presenta en nuestra vida
diaria? Sinceramente, eso es absurdo.
Tal como ya mostramos, los resultados de las
pruebas científicas al respecto no han dado resultados concluyentes acerca de
si hay una relación causal o no entre la violencia en los medios y la violencia
real. El resto no pasa de ser la percepción íntima de algún sujeto. En una
ocasión escuché a la escritora británica Marina Warner decir algo que suscribo
en su totalidad: “Qué lástima que sea tan fácil prohibir la violencia en la
televisión, pero tan difícil prohibirla en la vida real”.
*
En conclusión
podemos decir que la violencia en Tarantino, al convertirse en objeto ella misma
a través de la exageración, se divorcia del original que se supone representa y
así se convierte en objeto consumible. El
vínculo que une la imagen y el objeto representado es el que evita que
disfrutemos la violencia. Referir la violencia representada en la ficción a la
violencia real tendría la consecuencia de evitar nuestro agrado o placer al
recordarnos nuestra propia mortalidad y activar los mecanismos de empatía hacia
quienes sufren los efectos de la violencia en la representación. Es así cómo al
erigirse en objeto hiperreal, la violencia de Tarantino rompe ese vínculo
incómodo que la unía a la realidad y abre las puertas de una estética de la
violencia.
Leo Charney, “The Violence of the
Perfect Moment”, p. 53.
|